Hace unas semanas tuve la gracia de vivir mis ejercicios espirituales. Una oportunidad única para desconectarme de lo cotidiano, hacer una pausa y entregarme por completo a la oración.
Muchas veces, cuando escuchamos que son ejercicios “en silencio total”, puede darnos un poco de miedo o incluso pensar que no es algo para nosotros. Pero la realidad es que existe una belleza muy especial en el silencio.
Cuando haces silencio, tus sentidos se despiertan. Comienzas a notar los pequeños detalles: el canto de los pájaros, el viento que acaricia el rostro, la luz que entra por la ventana. Te deleitas en lo simple, pero sobre todo, entras en un estado de escucha profundo. No es un silencio vacío; es un silencio lleno de la presencia de Dios.
Esa semana se sintió un poco como cuando Jesús se retiraba a Betania a descansar con sus amigos. Días de reflexión, de descanso para el alma, de cargar el corazón para lo que viene
En ese recogimiento, experimentas algo precioso: saberse amado. Saber que no estás solo, que es Él quien sostiene, quien da la fuerza y pone los medios. Porque a Jesús lo encontramos en lo sencillo, en lo cotidiano, en el silencio. Y aunque parece contradictorio, nunca te sientes en silencio porque, en medio de ese espacio, lo estás escuchando a Él.
“Las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10, 4).
En medio de la turbulencia, de las agendas apretadas y los pendientes, Jesús me invitó a parar. Me invitó a dejarme encontrar por Él. Y ahí, en ese encuentro, se confirma una vez más cuánto nos ama. Nos cuida, se deleita en nuestra existencia, en nuestra simple compañía. Somos profundamente amados.
Podría escribir mucho más, porque cuando el corazón se llena, quiere desbordarse. Pero me gustaría cerrar con esto que quedó muy grabado en mí:
No tengas miedo de ir mar adentro con Jesús.
Él sabe lo que hace. Sabe cómo quiere moldear y transformar tu corazón. Confía. Déjate sorprender.