Estos últimos meses he sentido que Jesús ha estado marcando nuevas pautas en mi vida. Cosas que siempre habían estado ahí, pero que por estar inmersa en tantas otras, no alcanzaba a ver. Hoy, con más claridad, descubro que una de las enseñanzas más constantes —y al mismo tiempo más simples— es la invitación a consultarle mis planes, decisiones y anhelos antes de tomarlos.
Sí, Jesús lo sabe todo de nosotros, conoce perfectamente nuestra historia, nuestros miedos, nuestras ilusiones… pero no es lo mismo saber que está ahí, a hacerlo parte de nuestras decisiones diarias. Muchas veces actuamos desde el miedo al cambio, desde la prisa o simplemente desde la costumbre de resolver todo solos. Sin embargo, cuando confiamos y le preguntamos a Dios qué quiere Él para nosotros, algo cambia profundamente: nos sentimos sostenidos.
Hay veces en que digo que confío en Dios, pero la verdad es que me lanzo a tomar decisiones sin preguntarle antes. Me muevo por la emoción del momento, por la adrenalina, por el impulso… y aunque no siempre está “mal”, noto la diferencia cuando lo incluyo a Él desde el principio. La paz que se siente cuando se hace su voluntad es única, confirma, sostiene y da dirección.
Jesús no impone, no obliga, no interrumpe. Nos ha regalado el don de la libertad, y es precisamente en ese regalo donde también nos llama a vivir en comunión con Él. Porque cuando se lo consultamos, cuando decidimos con Él, todo se acomoda. Las piezas que parecían sueltas comienzan a tener sentido. El alma se siente en casa.
Últimamente he sentido muy fuerte en mi corazón el llamado a bajar el ritmo, a hacer silencio y voltear a ver al Crucificado. A preguntarle con sinceridad: “¿Qué quieres de mí, Señor? ¿Que quieres hacer con mi corazón? ¿Como quieres que te ame hoy?” y a esperar con paciencia Su respuesta. Vivimos en una época que todo lo quiere rápido: decisiones express, certezas instantáneas, soluciones inmediatas. Pero Jesús no entra en esa prisa. Jesús invita a esperar, a discernir, a caminar en paz.
Y no, al incluir a Dios no da miedo. Al contrario: da certeza. La certeza profunda de que no vamos solas, de que estamos caminando en la dirección correcta, de que el que abre y nadie puede cerrar, el que cierra y nadie puede abrir (Ap 3,7) está al frente, guiando nuestros pasos.
Hoy, en esta octava de resurrección, te invito a que vayamos mar adentro con Jesús. Que dejemos que Él tome el timón de nuestros días. Que lo consultemos, que lo esperemos, que lo incluyamos. Y que, sobre todo, dejemos que la esperanza y la alegría sean certeza en nuestra vida.