Cristo Rey….de nuestros corazones
El domingo celebramos la solemnidad de Cristo Rey, y entre la emoción y el júbilo hubo un momento que me detuvo por completo. Me puse a contemplar la grandeza de esta fiesta: no solo lo que significa para la Iglesia, sino lo que significa para mi vida, para tu vida, para todos los que buscamos a Dios entre lo ordinario.
Cuando escuchamos la palabra “Rey”, solemos imaginar coronas, tronos lejanos, figuras que se imponen. Pero Cristo no es ese tipo de rey.
Cristo es un Rey distinto: un Rey que escucha, que acompaña, que se preocupa, que atiende cada detalle de nuestra historia… y que ama con una locura que no se acaba. Aunque no siempre merezcamos ese amor, siempre lo tenemos. Esa es la belleza de su realeza.
Y pienso: ¿cómo no desear que siga reinando en nuestros corazones?
Él es un Rey vivo, cercano, actual. No castiga cuando fallamos, no aplasta, no exige obediencias forzadas. Cristo nos da libertad. Libertad para decidir, para levantarnos, para regresar cuando nos hemos perdido. Libertad para amar.
Estamos llamados a ser testigos vivos de su Reino, no solo con palabras, sino con la forma en la que vivimos: compartiendo lo que Él nos da, contagiando esperanza, recordando que su amor sostiene incluso en medio de la incertidumbre. Porque sí, cuando todo se tambalea, Él permanece. Su compañía ilumina el camino, aun cuando no vemos nada claro.
Y te confieso algo:
Yo me siento profundamente afortunada de saberme amada e hija del Rey de reyes. Esa verdad abraza, sostiene, renueva.
Por eso le pido que mi corazón —y el tuyo— sea cada día ese trono donde Cristo pueda reinar. No con cosas grandes o complicadas, sino en lo simple: en una palabra amable, en un acto de paciencia, en un pequeño “sí” cuando cuesta.
Que cada paso que demos sea con la certeza firme de que Cristo reina hoy, mañana y siempre.
A veces me descubro tratando de “agradar” al Señor con esfuerzos enormes, como si hiciera falta algo extraordinario… y la verdad es que basta con mirar al cielo, pedir fuerza, pedir ánimo, y confiar. Desde lo ordinario también puede surgir lo más extraordinario.
No dejemos de buscar agradar al Señor —no por obligación, no por deber— sino porque lo queremos.
Porque cuando cambias el “tengo que” por el “quiero”, todo cambia. La fe se vuelve alegría, la entrega se vuelve libertad, y el corazón se convierte, sin darte cuenta, en el lugar perfecto donde Cristo puede reinar.


