La cruz…un camino de amor
Hace cuatro años viví un momento similar, pero completamente distinto. Estaba caminando por el Camino de Santiago, rodeado de neblina, en un estado espiritual profundo, y me encontraba ante una cruz rodeada de piedras. En esa ocasión, era la Cruz de Madera.
Sin embargo, lo que experimenté esta vez fue muy diferente. Ya no me hice preguntas como “¿para qué?”, “¿por qué?” o “¿cómo?”, sino que lo único que vino a mi mente fue: ¿Qué significa la cruz para mí?
En ese momento pensé: La cruz hoy en día puede ser vista como un accesorio, un souvenir o un símbolo vacío de valor. Pero, ¿realmente qué es la cruz? A simple vista, la cruz puede parecer un recuerdo sangriento y lleno de violencia, pero en realidad, es el mayor símbolo de amor y esperanza que existe. La cruz no significa muerte, sino resurrección; no es un signo de derrota, sino un acto de entrega.
Al mirar la cruz, no veo horror, sino los ojos de amor que estarían dispuestos a vivir lo mismo una y otra vez por mí y por cada uno de nosotros. En esa cruz se llevó a cabo el mayor acto de amor posible: el de un padre que entregó a su único hijo por todos nosotros, por puros desconocidos que, de alguna manera, estaban en su corazón. Esa cruz fue el lugar donde el sufrimiento se transformó en compasión. Y, ante la desesperación de un “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, Él nos vio con ojos plenos, misericordiosos, y con un acto de entrega, cumplió su misión con las palabras: “Todo está cumplido.”
Cada vez que veo la cruz, me siento motivado a seguir adelante, a amar, a entregarme a los demás, a entregarme a Él, porque la cruz es amor.
“Anda, vende todo lo que tienes, toma tu cruz y sígueme”.
Estas palabras llegaron a mi mente sin previo aviso, repitiéndose una y otra vez, cambiando mi perspectiva de forma radical. Muchos, al escuchar estas palabras, piensan en cargar con lo que les pesa, con el sacrificio, con todo lo que los agobia, y caminar hacia el Padre. Pero yo quiero tomar ese amor, aunque pese, aunque cueste. Porque esa cruz, para mí, es amor.
Anda, vende todo lo que tienes, toma tu amor y sígueme.
Toma todo el amor que hay en tu corazón y entrégalo, como el Padre entregó a su hijo. Vende todas tus preocupaciones, miedos, dudas y desconfianzas. Véndelas todas, y abre tu corazón para llenarte de ese amor. Desbórdate de Él, cárgalo sobre tus hombros, y, una vez lleno de ese amor, llevando esa cruz, síguelo.
Abre tu corazón a Dios para escucharle. Pon las riendas de tu vida en sus manos. Suelta lo que es tuyo y toma lo que es suyo. Déjate sorprender, deja que te ame, y, sobre todo, ayuda a los demás a hacer lo mismo. No te pido más; solo que dejes todo lo que te pesa, lo que te detiene, y te llenes de amor para correr hacia los brazos del Padre. Porque solo en ese momento estarás pleno.
Mientras repetía estas palabras y reflexionaba sobre todo lo escrito, una imagen me vino a la mente para describir lo que sentía: esa cruz de amor, esa entrega, esa renuncia. La imagen de un sacerdote. No tenía rostro, pero con su camisa clerical, no era simplemente una figura. Era su sonrisa al ver la cruz, una sonrisa única. Esa sonrisa que estoy buscando, aunque no sé si esa es la manera de encontrarla. Y es justo por eso que estoy explorando esta posibilidad.
Y sí, si pensamos en probabilidades o en lo que algunos llaman “Diosidencias”, el pasaje bíblico de “Ve y vende todo lo que tienes” fue el evangelio del día siguiente.